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Autor: PABLO FELIPE PÉREZ GOYRY   


©Pablo Felipe Pérez Goyry

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16 de junio de 2011

Luna roja - Por: Odette Alonso


Luna roja

Por: Odette Alonso

Al anochecer del sábado 19 de marzo subí a la azotea del edificio donde vivo con una emoción parecida a la que me hacía trepar al tanque de agua de mi casa de Santiago. Habían anunciado que aquella noche podríamos ver la Luna más grande y más brillante de las últimas dos décadas. De modo que subí la escalerilla metálica —incomodísima— que llevan al punto más alto de la construcción y salté una verja con la destreza de quien, de pronto, volviera a tener 12 años.

Lo que vi en el horizonte me encogió el pecho como a la boca el primer bocado del marañón. Era una luna opaca, de color anaranjado cenizo, que daba miedo. La sonrisa se me borró y tuve que sentarme en un muro de cemento que sobresalía del techo. Atónita la miraba cuando las lágrimas empezaron a llenarme los ojos. Lo que sentía no puedo ni quiero describirlo, era una impresión extraña que días más tarde expliqué como “memorias de dolor”, pero que en ese momento me hizo temer los augurios más desafortunados. Al punto que le dije —ya saben que hablo con todo lo existente porque para mí todo tiene vida—: “Bueno, Selene, que sea como tenga que ser… aquí estoy para lo que me corresponda”.

Imaginé a medio mundo arrobado, inocente, observando con admiración en ese mismo instante al astro madre y recibiendo de él toda aquella energía negativa. “¡Pobre humanidad!”, pensé. Tendríamos que saber —alguien tendría que decirnos o decirle a los medios que nos dijeran— que esa Luna no es buena. Que no es la Luna alcahueta de los enamorados, ni el paño de lágrimas de los poetas, ni el queso Gruyère de la fábula infantil.

En este mundo contemporáneo —al que algunos llaman “vida moderna”—, tan urbano y escolarizado, la denostación a la sabiduría elemental y el deterioro de las religiones originarias —y las institucionalizadas—, nos han conducido a una crisis generalizada de la fe. En ese proceso, el ser humano ha ido perdiendo su conexión primaria con el planeta. Durante los siglos más recientes, el apego a lo natural fue considerado símbolo de oscurantismo, decadencia y superstición, contrario a la aparente contundencia de las explicaciones científicas. Muchos sentenciaron como ignorancia —muchos aún lo hacen— los conocimientos empíricos de los viejos y los brujos, y se les ha sometido a todo tipo de desprestigio y escarnio consuetudinarios, como si la ciencia no fuera una modalidad de la magia y viceversa.

En los últimos tiempos, con el auge de la ecología y todo el asunto del cambio climático, cunde una tendencia cursilona que considera a la Naturaleza como víctima, como una pobre madre que siendo la dadora incondicional de todos los bienes sólo recibe nuestro abuso, desidia e ingratitud. Abundan quienes la miran con lástima, como si no fueran también, planeta y Universo, los causantes de indecibles desastres desde que el mundo tiene memoria, ésa que está tatuada en el mapa genético de cada uno de nosotros, tanto de los que dicen “ver para creer” como de los que dicen “creer para ver”. Y así, entre persecución y bobería hemos acabado por perder la capacidad que tenían nuestros antepasados para discernir, leer e interpretar las señales que la Naturaleza nos envía.

Anoche, cuando iba subiendo las escaleras del metro en Ciudad Universitaria, vi la Luna, llenísima, como una sombra mate sostenida en el cielo a un ángulo de unos treinta grados. Podía confundírsele con una nube cualquiera. Cuando salí del metro en Etiopía, donde debía estar sólo había oscuridad. No sé si eran nubes o el eclipse porque quité la mirada y apuré el paso. No quería que esa energía me bañara. O pretendía que, al menos, fuera la menor cantidad de tiempo posible. Cuando llegué a la casa, a pesar del calor, no abrí las ventanas.

Pero eso no evitó que su cara anaranjada me observara desde el cabezal de Google y desde las fotografías que colman hoy los diarios y los sitios digitales de todo el mundo. Como si no fuera suficientemente elocuente su apariencia, se llama Luna de sangre a esa bola roja que tantos admiraron ayer porque, a fuerza de oírlo, suponen que todo lo natural es bello. Y sí lo es, por supuesto, miren esa foto. Aterradoramente bella.
Foto: Parque del Ajedrez

21 de marzo de 2011

Día Internacional de la Poesía - Por Odette Alonso

Día Internacional de la Poesía
Por Odette Alonso
http://parquedelajedrez.blogspot.com/

“¿Servirá para algo la poesía?”, me pregunto hoy, día internacional de la misma según decreto de 2001 de la UNESCO ―hace sólo un decenio―, mientras Yosie se lamenta de que Google, que celebra hasta la más mínima bobería con esos dibujos tan ingeniosos y creativos en que transforma su cabezal, “olvidó” la fiesta mundial de los poetas.
Tal vez mi aversión por los días “señalados” ―que siempre son, como dice Pepe, un homenaje a la cursilería― me hizo decir: ¡Dios nos salve a los poetas de tener un día! Como el de los enamorados, el de las madres, el de los padres, el de la familia, el de la mujer, el de los ancianos, el de las secretarias, el de las empleadas del hogar… ¿Será que los seres humanos, para sentirnos reconocidos, necesitamos de un miserable día, un diíta aunque sea en que se nos recuerde?
“Celebrar a la poesía por decreto…”, refunfuño, llena de esa mala leche tan poética de que nada nos parezca bien, y me doy cuenta de que así celebramos casi todo en esta vida. Está decretado, según un acta de inscripción oficialísima, el día en que nacemos o morimos, el día en que nos casamos o nos graduamos. Hasta el día en que supuestamente se acabará el mundo es una fecha única y exacta, no un aproximado o una sospecha.
Pero quién va a acordarse de la poesía, insisto en mi malsano frenesí, si este mismo día comparten festejos y conmemoraciones el inicio de la primavera, el natalicio del Benemérito de las Américas, el Día Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial, un feriado en México que da igual por lo que sea, lo bueno es que no se trabaja…
“¿Sirve de algo la poesía?”, me pregunto, pensando en los misiles del Medio Oriente, en la nube radiactiva que viene del Japón, en las y los asesinados por la furia insensata del poder o del temor a perderlo, por las veleidades de esos mafiosos que ahoran juegan con la vida y con la muerte como en una estúpida ruleta. Y pienso en la Storni y en Virginia Woolf y en la Pizarnik y en Marina Tsvetaeva y en Silvya Plath y en Anne Sexton y en Pavese y en Maiakovski y en Celan y en Torres Bodet y en Goytisolo y en Mishima y en Hernández Novás y en Ángel Escobar… y en todos los que no pudieron más con este mundo sin poesía…
“¿Será que de algo sirve?”, y Ulises me dice que sí, que al menos para plantearnos preguntas como ésa. Y Juana María me dice que sí, que muchas veces ha usado las palabras de los poetas para expresar lo que ella siente. Y escucho “Piedra de sol” leída por Paz, y “La musa”, dicha en ruso por la Ajmátova, y el sonsonete ―que música es, al fin y al cabo, la poesía― me va llenando de paz el alma.
Entonces vuelvo a recordar los días de la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería, fiesta de la palabra y el libro en que tantos amigos y colegas confluimos. Revivo las emociones que me hacen albergar esos días en que leo versos o escucho los de mis compañeras y compañeros; esos días a los que suelo llamar los más felices de mi año. Y recuerdo los otros ―tan distintos a la rutina oficinesca― en que voy por el mundo compartiendo estrofas y cervezas con otros poetas, con otros públicos, que siempre es el mismo. Y pienso en las veces en que leo, suavecito y lento, directamente de mi libreta de notas, los más recientes versos, apuntes aún, mientras miro a los ojos de una muchacha. O en las desazonadas noches en que no hallo sentidos y ella viene, como la musa de la Ajmátova, sin resabios, a dictarme esas líneas que, entonces, me acompañan y me calman.
Sin poesía, me pregunto minutos antes de salir para su casa a compartir el almuerzo y la amistad, ¿sería Minerva mi segunda madre ―aunque casi nunca hablemos de poesía―?, ¿conocería a la mitad de mis amigos?, ¿habría viajado la mitad?, ¿mantendría tan vivos mis amores?, ¿qué haría con mis dolores y mi angustia recurrente?...
La respuesta flota, como los versos, en el aire. Termino con esa frase de José Revueltas que me regaló hace un rato José Jaime Ruiz: “…la única verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, […] la única verdad, la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso”.
Foto: Parque del Ajedrez


Pablo Felipe  Pérez Goyry

Freelance: Writer - Journalistic Analyst - Photographer Design Editor - CEO - Chemical Industrial & Analyst

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