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©Pablo Felipe Pérez Goyry

28 de marzo de 2011

¿Quién se acuerda de Liz Taylor? - Por: Odette Alonso

¿Quién se acuerda de Liz Taylor?

Por: Odette Alonso

No hace mucho, conversando con una amiga acerca de cierto hombrecillo insufrible y presumido, me salió instintivamente de allí donde no se piensan las cosas un “¡Ni que fuera Alain Delon!” Cuando la muchacha, más joven, detuvo en seco su plática y me preguntó: “¿Quién es Alain Delon?”, caí en la cuenta de que ya estoy en el portal de la senectud.

Algo similar ocurrió hace menos de una semana cuando, en una tertulia de Facebook, una jovencita venezolana compartió un video de la clásica “Aguas de marzo” de Elis Regina —é pao, é pedra, é o fim do caminho— y anotó: “Ella fue la mamá de María Rita”. Con una sonrisa de indulgencia —que lógicamente la muchacha no percibió— escribí: “Quién nos iba a decir hace apenas veinte años que Elis, la reina absoluta, acabaría siendo la mamá de María Rita”. Me quedó claro entonces —sin dolencia ni resentimiento, sino como algo tan natural como el indetenible curso de la vida— que el “para siempre” dura, cuando mucho, tres o cuatro generaciones.

En medio de esas reflexiones, me sorprendió el anuncio de la muerte de Elizabeth Taylor, ese icono del séptimo arte que es, al cine mundial, como las pirámides de Egipto a la historia humana. “¿Conocerán a Liz Taylor las nuevas generaciones?”, me preguntaba mientras los que pasamos de la cuarta década no paramos, en todo el día, de reverenciar su nombre o sus recuerdos.

Si de alguna mujer estuvo enamorada mi madre —que yo sepa—, ésa fue, sin dudas, Elizabeth Taylor. Había que oírla hablar de sus ojos violeta, de sus joyas carísimas, de sus miles de matrimonios. Con el patriarca del imperio Hilton, dos veces con Richard Burton y con otros nombres que eran entonces, para mí, como Elis Regina o Alain Delon para mis amiguitas.

Y no era una obsesión exclusiva de mi madre… Hay que ver cuántas niñas de mi generación —y de entonces para acá— se llaman Elizabeth por ella, aun cuando, con los años, ya las nuevas mamás no sepan que el origen exacto de la moda del nombre se remonta a aquellas interpretaciones suyas en La gata sobre el tejado de zinc, Quién teme a Virginia Woolf, Jane Eyre, Mujercitas o Cleopatra, y a la belleza deslumbrante que exhibía por entonces la inglesita.

No tengo buena memoria. Admiro a aquellas personas que reviven paso a paso cada detalle de un suceso. En mí queda, tal vez, algo así como el espíritu del momento. Recuerdo al feo de Jean Paul Belmondo haciendo proezas acrobáticas que entonces —cuando los efectos especiales estaban en la prehistoria—, eran el plus de una actuación; recuerdo unos pollos sin cabeza ni patas —como dicen que son los que “cultiva” Kentucky Fried Chicken— en una comedia de Louis de Funes; recuerdo el humo saliendo del cigarro de Bogart o la barra de mantequilla en el suelo… pero casi siempre olvido cómo seguía la escena, cuál era la trama de la película o cómo se titulaba.

Así recuerdo ahora las ánforas con leche de cabra, el canasto que albergaba a las serpientes, los lóbregos aposentos donde abandonó a Cleopatra el imbécil de Marco Antonio —que era precisamente su marido Richard Burton—, como si hubiera —triste designio masculino— guerra o conjura más importante o atractiva que aquella tremenda dama. Y ella se dejó morder por la culebra —todas las que quepan en tal definición—, como si no hubiera —oh, maldito designio femenino— otra cosa que llorar hasta la muerte al vil traidor.

Allá, en los muy principios de los setenta, teníamos un televisor General Electric americano de antes del 59 —¡lógicamente!—, en blanco y negro —¡lógicamente!—, que cuando decía a no sintonizar o a ponerse de rayitas, había que estar horas dándole vueltas al botoncito de atrás, frase que a los jóvenes les parecerá en doble sentido, pero los mayorcitos entenderán perfectamente. Funcionó a base de ingeniosos milagros hasta que mi mamá se ganó el derecho a comprar uno ruso —también en blanco y negro y de botoncito atrás—, en la asamblea de méritos y deméritos del sindicato de la Normal, que ya no era Normal sino escuela formadora de maestros.

Por ese entonces, tenía un cuaderno en el que anotaba cuanta película veía, en un extraño afán estadístico que no compartía con nadie. O no sé si Piri tendría también su propio cuaderno y aquello fuera una competencia fraterna, absurda en todo caso, siendo que veíamos juntas la Tanda del domingo o los estrenos que exhibían los cines santiagueros

En ese cuaderno y por esos televisores —ambos, gringo y ruso, en el mismo orden de las querencias revolucionarias— desfilaron filmes de Bette Davis, Errol Flynn, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Olivia de Havilland y Vivian Leigh, Paul Newman, sir Laurence Olivier, Cary Grant y John Hudson, Bogart y Lauren Bacall, Greta Garbo, Judy Garland y Rita Hayworth, Vittorio de Sica, Marcelo Mastroianni, Boris Karloff, John Wayne, Marlon Brando y James Dean, Alain Delon, Liz Taylor y otros tantos nombres que —podíamos jurarlo entonces— permanecerían para siempre, y que ahora, dos décadas después, no les dicen nada a nuestros hijos y nietos, quienes aseguran que recordarán forever al pélida Aquiles en el cuerpo bronceadito de Brad Pitt, al infortunado Paris en la galanura de Orlando Bloom, a los míticos piratas en el payaso de Johnny Depp y al Conde Drácula en esa corte de vampiros anoréxicos tan de moda.

Lo que no saben —todavía— es que esa eternidad durará, cuando mucho, otras dos décadas y una buena mañana, cuando den la noticia de la muerte de alguno de sus ídolos, tal vez se pregunten, como yo ahora, con verdadero asombro: “¿Quién se acuerda de Liz Taylor?”…
Foto: Internet
Proyecto Contextus Periodismo RadioVideo Digital

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Pablo Felipe  Pérez Goyry

Freelance: Writer - Journalistic Analyst - Photographer Design Editor - CEO - Chemical Industrial & Analyst

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