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©Pablo Felipe Pérez Goyry

8 de marzo de 2011

Sangre - Por Odette Alonso

Sangre
Por Odette Alonso

Odette Alonso

El viernes fui a que me sacaran sangre. Iba emocionada como chiquilla porque siempre me ha gustado ver brotar a borbotones ese líquido púrpura y espumoso. El técnico de laboratorio de la clínica del ISSSTE apretó la liga en mi antebrazo y empezó a palpar. Se le veía preocupado cuando me preguntó dónde me picaban normalmente —sin albur— y señalé el lugar exacto. Aun así, no halló latido y me pidió el brazo derecho, con el que decir que tuvo suerte no es exactamente un acierto. Si bien clavó la púa, la sangre se negó a salir. Más bien lo hacía gota a gota, como una llave con el empaque malo. El pobre individuo acabó hincado en el suelo con mi brazo estirado hacia el centro de la Tierra para que lo ayudara la fuerza de gravedad. “¿Está nerviosa?”, me preguntaba con insistencia cuando, a todas luces, quien no podía controlarse era él. Llevó lo que pudo obtener —un tercio del frasquito— al jefe del laboratorio, quien informó al instante que esa sangre no servía —¡las cosas que hay que oír!— porque, para colmo, se había coagulado.
Entonces, encendida de entusiasmo, la otra técnica dijo que ella lo intentaría. Extendí mi brazo izquierdo con la resignada mansedumbre con que solemos entregarnos a las torturas médicas, y aquélla inició el infructuoso toqueteo. Acabó pinchando a mitad de brazo una vena que, según ella, le estaba “haciendo ojitos”. El primer tubo se llenó con bastante facilidad, pero cuando colocó el segundo, el torrente dijo “hasta aquí llegué” y no hubo manera de convencerlo de lo contrario. “Es que cuando nos ponemos nerviosos…” balbuceaba aquélla… “¡Qué no estoy nerviosa! Me gusta la sangre…”
Han de haber pensado que era sobrina de Hannibal Lecter y en cualquier momento los devoraría… pero uno tiene sus gustos, no se come a cualquiera. En fin, no nos disociemos en comentarios aledaños, la cuestión es que tampoco servía lo recogido en ese tubo, era muy poco para una biometría y el jefe del laboratorio los regañaba, con toda la delicadeza mexicana, porque ya les había dicho que primero tomaran las muestras para ese tipo de análisis. Que si así lo hubieran hecho, no sería necesario volver a martirizar al eccehomo que ya era.
Romeo y Julieta
Acto seguido, él mismo volvió a amarrarme la liga al antebrazo y frotó el algodón con el alcohol mientras yo le decía que era primera vez en la vida que me pasaba eso. Me enseñó que la aguja era nueva y esterilizada y la hundió en el punto exacto que yo les había señalado a los otros. El chorro colorado entró decidido, efervescente, portentoso, dentro del envase, con la fuerza de surtidor con que brotan todos los líquidos —eso me han dicho quienes de otros líquidos saben— en la altura y mayor presión de la ciudad de México. El hombre se me quedó mirando con una expresión que era una especie de disculpa y, al mismo tiempo, una manera silenciosa de decir: “¿ya vio qué clase de pendejos son estos dos?”…
Observo los dos enormes moretones de san Sebastián que me quedaron en los brazos y recuerdo la madrugada anterior. Como a casi todos, siempre que debo levantarme antes de la hora acostumbrada se me dificulta dormir a pierna suelta. Una injustificada desconfianza en el despertador —que nunca falla— me mantiene en un sopor extraño. En medio de esa angustia, de ese no saber si dormía o despertaba, si quedaba tiempo o ya era hora, aparecieron entre las brumas de mi mente la alondra y el ruiseñor.
De inmediato identifiqué la procedencia de ambos símbolos. Romeo y Julieta. La escena del balcón. La más famosa después de la del pomito traicionero. Tal vez tan recurrida una como la otra. “¿Tan pronto te vas?”, preguntó Julieta a su enamorado, “Aún tarda el día. Es el canto del ruiseñor, no el de la alondra, el que resuena.” Y respondiole el muchacho: “Ha sido la alondra, que anuncia el alba, y no el ruiseñor. Mira, amor, cómo se van tiñendo las nubes del oriente con los colores de la aurora. Ya se apagan las antorchas de la noche. Ya se adelanta el día con rápido paso sobre las húmedas cimas de los montes. Tengo que partir.”
Creo saber por qué la alondra y el ruiseñor, sus confusas nociones, atormentaron mi inquieta madrugada. “Sin duda es por eso”, me digo apesadumbrada mientras recuerdo aquella colección de lujo de Arte y Literatura donde leí, allá en el Santiago de Cuba de los ochenta, además de la clásica tragedia de los desafortunados amantes de Verona, casi todos los dramas de Shakespeare: Hamlet, El rey Lear, Macbeth, Julio César, Coriolano… Sentí que despertaría en la casa de mi infancia y de mi primera juventud. Cerré fuerte los ojos —los que están detrás de los ojos físicos— y contuve el paso en lo que llegaba la conciencia y la luz de afuera —acaso el canto del ruiseñor— me regresaba a la confianza de estar a salvo, lejos.
Pero quién puede confiar en seguridades en un mundo como éste. ¿Acaso las seguridades dan seguridad? ¿Acaso hay garantías? “No te vayas todavía”, pide una Julieta de todas las épocas desde el fondo de mi sangre. Ésa que, gota a gota, se niega a dejar de ser torrente. “Tengo que partir. Si no, aquí me espera la muerte”, y pone Shakespeare en los labios de Romeo la más cruel y cierta sentencia —y desafío— del amor: si se detiene, muere. Tan cerca una de otra, la vida y la muerte nos convocan con igual intensidad. La sangre canta, como alondra y ruiseñor, sin dejarnos saber cuándo es la noche y cuándo, el despertar. No posterguemos nada. [Parque del Ajedrez]
Proyecto Contextus Periodismo RadioVideo Digital

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Pablo Felipe  Pérez Goyry

Freelance: Writer - Journalistic Analyst - Photographer Design Editor - CEO - Chemical Industrial & Analyst

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