Por Paulo Coelho
Guerrero de la Luz
El vino a él le hacía las cosas más fáciles. También a mí.
-¿Por qué has parado de repente? ¿Por qué no quieres hablar de Dios, de la Virgen, del mundo espiritual?
-Quiero hablar de otro tipo de amor – insistió -. El que comparten un hombre y una mujer, y en el que también se manifiestan los milagros.
Lo tomé de las manos. El podría conocer los grandes misterios de la Diosa, pero sobre el amor sabía lo mismo que yo. Por mucho que hubiese viajado.
Y tendría que pagar un precio: la iniciativa. Porque la mujer paga el precio más alto: la entrega.
Permanecimos durante mucho tiempo de manos dadas. Leía en sus ojos los miedos ancestrales que el verdadero amor nos pone delante como pruebas que hay que superar. Leí el recuerdo del rechazo de la noche anterior, el largo tiempo que estuvimos separados, los años en el monasterio en busca de un lugar en el que estas cosas no sucedieran.
Leía en sus ojos los millares de veces que había imaginado este momento, los escenarios que había construido a nuestro alrededor, el peinado que yo tendría y el color de la ropa que llevaría. Yo quería decir que sí, que él sería bienvenido, que mi corazón había vencido la batalla. Quería decirle cuánto lo quería, cuánto lo deseaba en ese momento.
Pero me mantuve en silencio. Presencié, como si fuese un sueño, su lucha interior. Vi que tenía frente a él mi “no”, el miedo de perderme, las duras palabras que escuchó en momentos semejantes a éste – porque todos pasamos por esto, y vamos acumulando cicatrices.
Sus ojos empezaron a brillar. Yo sabía que él estaba superando todas aquellas barreras.
Entonces solté una de las manos, agarré un vaso y lo puse al borde de la mesa.
-Se va a caer – dijo él.
-Exacto. Quiero que tú lo tires.
-¿Que rompa un vaso?
Sí, romper un vaso. Un gesto aparentemente pequeño, pero que ponía en juego miedos que nunca llegaremos a comprender del todo. ¿Qué hay de malo en romper un vaso barato – cuando todos nosotros ya hemos hecho esto sin querer alguna vez en la vida?
-¿Romper un vaso? – repitió – Pero, ¿por qué?
-Puedo darte algunas explicaciones – le respondí -. Pero, en realidad, es romperlo por romperlo.
-¿Por ti?
-Claro que no.
Él miraba al vaso de vidrio al borde de la mesa, preocupado con que se cayese.
“Es un rito de pasaje, como dices tú mismo”, tuve ganas de decir. “Se trata de lo prohibido. Los vasos no se rompen a propósito. Cuando estamos en restaurantes, o en nuestra propia casa, tenemos cuidado para que los vasos no estén situados al borde de la mesa. Nuestro universo nos exige que seamos cuidadosos para que los vasos no se caigan al suelo.
No obstante – seguí pensando – cuando los rompemos sin querer, vemos que la cosa no era tan grave como pensábamos. El camarero nos dice “No pasa nada”, y nunca en mi vida he visto que se incluyese un vaso roto en la cuenta de un restaurante. Romper vasos forma parte de la vida y no nos hace ningún daño ni a nosotros, ni al restaurante, ni al prójimo.
Le di un topetazo a la mesa. El vaso se balanceó, pero no cayó.
-¡Cuidado! – dijo él instintivamente.
-Rompe el vaso – insistí.
Rompe el vaso – me decía a mí misma – pues es un gesto simbólico. Intenta comprender que yo he roto dentro de mí cosas mucho más importantes que un vaso, y que me alegro de haberlo hecho. Vuelve la vista hacia tu propia lucha interior, y rompe este vaso.
Porque nuestros padres nos enseñaron a tener cuidado con los vasos, y con los cuerpos. Nos enseñaron que las pasiones de la infancia son imposibles, que no debemos alejar a los hombres del sacerdocio, que las personas no hacen milagros, y que nadie sale de viaje sin conocer el destino.
Rompe este vaso, por favor – y libéranos de todos estos conceptos malditos, de esta manía que se tiene de explicarlo todo y sólo hacer lo que los demás aprueban.
-Rompe este vaso – le pedí una vez más.
Él fijó sus ojos en los míos. Después, lentamente, deslizó su mano por el tablero de la mesa, hasta tocarlo. Con un movimiento rápido, lo empujó al suelo.
El ruido de cristales rotos llamó la atención de todo el mundo. En lugar de disimular pidiendo disculpas, me miraba sonriendo – y yo le devolvía la sonrisa.
-¡No pasa nada! – gritó el joven camarero.
Pero él no le escuchó. Se había levantado, me había agarrado por los cabellos, y me estaba besando.
Yo también le agarré los cabellos, lo abracé con toda mi fuerza, le mordí los labios, sentí su lengua moviéndose dentro de mi boca. Era un beso que llevaba mucho tiempo esperando, que había nacido junto a los ríos de nuestra infancia, cuando aún no comprendíamos el significado del amor. Un beso que estuvo flotando en el aire mientras crecíamos, que viajó por el mundo a través de los recuerdos de una medalla, que se mantuvo escondido detrás de las pilas de libros de las oposiciones.
Un beso que se había perdido tantas veces y que ahora había sido encontrado. En aquel minuto de beso se encontraban años de búsquedas, de desilusiones, de sueños imposibles.
Yo lo besé con fuerza. Las pocas personas que había en el bar, al vernos, pensarían estar delante de un beso más. No sabían que en aquel minuto de beso se concentraba la trayectoria de mi vida, de la vida de él, de la vida de cualquier persona que espera, sueña y busca su camino bajo el sol.
En aquel minuto de beso se juntaban todos los momentos de alegría que había vivido hasta entonces.
Fotografía: Internet
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