Guerreros tribales
Por: Robert Kaplan
Robert Kaplan |
¿Por qué les cuesta tanto a los dictadores decir adiós?
Según todo criterio lógico, lo normal sería que los combates y las luchas de poder en Costa de Marfil, Libia y Yemen hubieran terminado hace semanas. Quizá terminen pronto: el 11 de abril llegó a su fin el conflicto en Costa de Marfil. Pero el hecho de que se hayan prolongado ya tanto es síntoma de una realidad esencial a propósito de los individuos involucrados que en Occidente no se comprende del todo. Nosotros nos preguntamos: ¿Por qué el dictador marfileño Laurent Gbagbo, el líder libio Muamar el Gadafi y el presidente yemení Alí Abdalá Saleh no aceptan las ofertas, que al parecer se les han hecho, de irse a un exilio confortable? Seguro que sería más conveniente para su seguridad física y sus cuentas bancarias. Después de semanas de luchas, negociaciones y manifestaciones, ¿qué más quieren demostrar?
Este tipo de razonamiento supone que lo que separa a estos déspotas de sus adversarios son temas tan inocuos y susceptibles de compromiso como, por ejemplo, las pensiones y los tipos fiscales. Pero esos hombres no son políticos acostumbrados al toma y daca; luchan por unas cosas mucho más antiguas, básicas e imposibles de negociar: el territorio y el honor, al menos tal como ellos lo definen. Su mundo no está hecho de instituciones y burocracias que les sirvan para gobernar; es un mundo que consiste en dominar franjas de territorio mediante la ayuda de familiares y las alianzas tribales y regionales.
En ese mundo, personajes como los depuestos líderes de Túnez y Egipto, Zine el Abidine Ben Alí y Hosni Mubarak, carecen de cualidades. Gobernaron al estilo occidental, a través de instituciones y burocracias, y cuando dichas instituciones -el ejército y los servicios de seguridad interior- se negaron a disparar contra la gente en la calle, ellos no tuvieron más remedio que dimitir dócilmente y marcharse al exilio interior o exterior, quizá sin haber hecho los pactos necesarios para su protección posterior.
Por supuesto, desde el punto de vista moral, una figura como Gbagbo es especialmente despreciable. Para satisfacer su ego, ha llevado Costa de Marfil al borde de la anarquía. O sea que no estoy disculpándolo, sólo trato de explicar en parte sus motivos. Él piensa que se presentó a unas elecciones y obtuvo casi la mitad de los votos. Y éstos no se debieron a sus posturas sobre los problemas sociales o económicos, sino a lo que representaba en el ámbito tribal y regional: es un hombre del sur, de la parte no musulmana del país. Rendirse demasiado pronto habría sido traicionar a sus grupos de solidaridad regional y religiosa. En países sin suficiente desarrollo económico, como Costa de Marfil, las elecciones acaban, muchas veces, cosificando diferencias de sangre y de creencias. Desde su punto de vista, el hecho de haber luchado hasta el final, hasta verse arrinconado en el sótano de su palacio e incluso más, hasta que sus enemigos tuvieron que llamar a los franceses para que les ayudaran a desalojarlo, no es signo de debilidad moral, sino de ética viril. (Lo mismo podría decirse de los hijos de Sadam Husein, Uday y Qusay, que murieron en un tiroteo con tropas estadounidenses cerca de Mosul en 2003; salvo que ellos eran niños mimados, los hijos mafiosos de un dictador de corte estalinista, y no hombres que se hubieran hecho a sí mismos, ni mucho menos. Es decir, pertenecen a una categoría inferior a la de Gbagbo, Saleh y Gadafi).
AFP/Gettyimages |
Hay que recordar que, más que de políticos, estamos hablando de guerreros. Por ejemplo, Saleh. Los medios de comunicación occidentales describen al Presidente yemení como un tirano recalcitrante cuya tozudez y cuyo apego al poder están, como en el caso de Gbagbo en Costa de Marfil, amenazando con desintegrar su país. Esa descripción es cierta, pero se queda corta. Saleh ha gobernado Yemen durante un tercio de siglo, mientras que sus dos antecesores inmediatos fueron asesinados después de ocho meses, uno, y tres años, el otro. Y el dictador yemení anterior a ellos cayó en un golpe militar. No se puede negar que Saleh tiene nervios de acero y talento sutil, que, durante decenios, ha sido capaz de resistir unos grados de tensión que inmovilizarían psicológicamente al más curtido político de Washington. La partida que está jugando ahora -negociando las condiciones para su salida- no le afecta sólo a él, sino al destino de sus familiares, próximos y lejanos. De modo que, en cierto sentido, ¿quién puede reprocharle que aguante un poco más, que intente obtener mejores condiciones? Para Saleh, el gobierno no es un objeto impersonal y legalista, sino el negocio familiar. Hay que disolverlo en las mejores condiciones posibles, y la violencia es una herramienta en esa lucha. Dentro de unos años, tal vez incluso recordemos su mandato como un periodo en el que hubo relativa estabilidad y cooperación con Occidente. El hecho de que merezca nuestra condena no significa, desde una perspectiva analítica, que tengamos que subestimarlo.
Y luego, por supuesto, está Gadafi, que se hizo con el poder en un golpe militar cuando no tenía más que veintitantos años y durante los 42 siguientes ha mantenido unido Libia; un país que, durante casi toda su historia, ha sido una expresión geográfica sin ningún sentimiento de Estado. Como gobernaba con una mezcla de política tribal y el puño de hierro de los servicios de seguridad interior, Gadafi no construyó ningún espíritu de Estado y, por consiguiente, va a dejar un vacío absoluto cuando se vaya. El hecho de que no se haya ido en silencio es señal de que él tampoco lucha por cuestiones concretas, sino por una visión del honor que nos resulta primitiva, porque lo vincula a la región, la tribu y el territorio.
Pero, ya que hablamos de tribus y territorios, es importante comprender que el tipo especial de tribalismo que constituye un factor esencial en los gobiernos de Gadafi, Saleh y Gbagbo no tiene nada del tribalismo primitivo, anterior al Estado moderno, sino que, como lo definió el difunto antropólogo europeo Ernest Gellner, es el rechazo consciente a un gobierno concreto en favor de una cultura y una moral más amplias. En otras palabras, si algunas tribus están en contra de un Estado yemení fuerte, quizá no lo hacen por el deseo de anarquía, sino porque quieren tender la mano a la cultura islámica en su conjunto y a un Estado no represivo. Lo mismo sucede con los tradicionales llamamientos de Gadafi a la unidad política árabe y los intentos de Gbagbo de eliminar las fronteras del colonialismo francés, que le hacían dirigirse sólo a parte de la población del país.
Está claro que la vida bajo el gobierno de estos hombres era un infierno, pero su locura tenía cierto sentido, aunque yo lo haya simplificado mucho. Nadie es capaz de plasmar el atractivo de la vida fuera del Estado con tanto talento como el antropólogo de la Universidad de Yale James C. Scott en su libro The Art of Not Being Governed: An Anarchist History of Upland Southeast Asia. Las tribus actuales, sugiere Scott, no viven fuera de la historia, sino que tienen "toda la historia que necesitan" para "eludir el Estado" de forma deliberada. Es decir, las tribus poseen todas sus tradiciones y, por tanto, no quieren que el gobierno se inmiscuya en sus asuntos.
Gadafi, Saleh y Gbagbo han vivido con esta compleja y ambigua realidad toda su vida, y por eso no han construido Estados, pero otro motivo, además de las razones morales, es que no han encontrado ninguna simpatía en Occidente. Ahora bien, ése no es argumento para no tratar de entenderlos.
Fotografías: Internet
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