Luces desde la oscuridad
Por: Odette Alonso
Odette Alonso |
“¡Claro! ¡Cómo no van a gustarme!”, me dije, sorprendida aún, cuando de pronto, mientras paladeaba mi caramel macchiato de Starbucks en el food curt de la Terminal 2, se me posó en la mente el recuerdo de aquellas tardes santiagueras en las que, con mi abuela Cristina o mi abuelo José, tomábamos la ruta 11 e íbamos al aeropuerto, muy contentas y vestidas de domingo, a merendar bocaditos de jamón y queso, jugos y hasta algún pastelito fino, que allá se llaman dulces. Y luego, subíamos a la terraza a ver llegar el vuelo de La Habana , que era un avión grandísimo, del tamaño de los más chiquitos de ahora. Cuatrimotor, como el del doctor de la vacunación de María Elena Walsh, y después de turbina. Pero cuando llegaron ésos, unos rusos IL-42 a los que se subía por la cola —con y sin albur—, ya no había bocaditos de jamón en la cafetería para nacionales ni daban durante el vuelo aquellos fantásticos entremeses de carnes frías o caramelitos envueltos, de ésos que acá se llaman dulces.
Pero a lo que íbamos: la cuestión es que mientras desayunaba en la Terminal 2 descubrí la semilla del porqué me gustan los aeropuertos: porque ir al Antonio Maceo era ocasión de alegría: merienda o viaje, siempre paseo. Desde entonces, los aeropuertos son el preludio del tránsito, del movimiento, del cambio. Me gusta esa sensación de vida provisional que repite sus rutinas, pero son otras, y anuncian que, al menos por unos días, seremos distintos, tal vez nosotros mismos o esa otra parte de nosotros mismos que la cotidianidad se traga y pulveriza. Lo que puedan molestarme los trámites o los agentes aduanales y de migración —que casi siempre es poco y también rutinario— no tiene comparación con el placer de recorrer esos pasillos largos y esas tiendas coloridas llenas de perfumitos y licores o de mirar, a través de los grandes ventanales, esos tiburones del aire que me fascinan y me incitan.
Porque no hago más que entrar a un aeropuerto y se detona el instinto que me regresa a la creación. Como en un caleidoscopio, se suceden las imágenes y empiezo a ver y a prever con esos ojos locos, esquizofrénicos, con que vemos los artistas. Cada vez que cierro la libreta creyendo haber terminado de anotar alguna idea, la siguiente me urge a volverla a abrir. Hay temporadas en que sólo pienso —o sólo me resulta interesante lo que pienso— en esa soledad acompañada de los aeropuertos o asomada a la ventanilla desde donde la tierra es una maqueta y el mar, un charco azul brillante o una boca de lobo.
Desde esas atalayas he observado brillos inexplicables en los anocheceres, las fraguas de Vulcano y los fuegos del infierno. Y campos de algodón que se transforman en animales prehistóricos o arenas movedizas. Desde ellas venía observando el domingo pasado la línea iridiscente de los cayos de la Florida cuando allí, frente a Key West, divisé esa mancha de luces. “Ahí, de ese lado”, me dije, “no puede ser otra cosa… pero ¿acaso está tan cerca?” Entonces, después de dar toda la información reglamentaria, el capitán comentó: “Lo que ven a su izquierda es la isla de Cuba”.
En un instante se me llenaron los ojos de lágrimas. Pensé que ese pedacito de mar, que desde allá arriba era sólo una cuarta de distancia, desde hace medio siglo se ha llenado de ahogados. Ese dolor subió desde la oscuridad, se me atoró en el pecho y ahogó también mi llanto. Observé el resplandor de La Habana mientras se perdía en la noche. Y la oscuridad volvió a salvarme hasta que dos horas más tarde la ciudad de México, sin principio ni fin, me llenara los ojos de fulgores y me diera ese empujón que hace adentrarse en ella como en un vientre más.
Fotografía: Internet
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