Por Paulo Coelho
Cuenta una vieja leyenda que cierta ciudad, situada entre las montañas de los Pirineos, era un verdadero reducto de traficantes, contrabandistas, y exiliados. El peor de estos criminales, un árabe llamado Ahab, tras ser convertido por Savin, un monje del lugar, decidió que aquella situación no podía prolongarse por más tiempo.
Como todos lo temían, pero no quería volver a usar su reputación de malvado para lograr sus objetivos, en ningún momento intentó convencer a nadie. Y esto porque conocía la naturaleza de los hombres: confundirían honestidad con debilidad, y enseguida su poder sería puesto en entredicho.
Lo que hizo fue llamar a algunos carpinteros de una aldea vecina, darles un papel con un dibujo, y mandarles que construyesen algo en el lugar donde hoy se encuentra la cruz que domina la población. Día y noche, durante diez días, los habitantes de la ciudad escucharon ruido de martillos, vieron a hombres serrando piezas de madera, preparando encajes, colocando tornillos.
Al cabo de diez días, el gigantesco rompecabezas estaba montado en medio de la plaza, cubierto con un velo. Ahab llamó a todos los habitantes para que presenciasen la inauguración del monumento.
Solemnemente, sin ningún tipo de discurso, descorrió el velo.
Como todos lo temían, pero no quería volver a usar su reputación de malvado para lograr sus objetivos, en ningún momento intentó convencer a nadie. Y esto porque conocía la naturaleza de los hombres: confundirían honestidad con debilidad, y enseguida su poder sería puesto en entredicho.
Lo que hizo fue llamar a algunos carpinteros de una aldea vecina, darles un papel con un dibujo, y mandarles que construyesen algo en el lugar donde hoy se encuentra la cruz que domina la población. Día y noche, durante diez días, los habitantes de la ciudad escucharon ruido de martillos, vieron a hombres serrando piezas de madera, preparando encajes, colocando tornillos.
Al cabo de diez días, el gigantesco rompecabezas estaba montado en medio de la plaza, cubierto con un velo. Ahab llamó a todos los habitantes para que presenciasen la inauguración del monumento.
Solemnemente, sin ningún tipo de discurso, descorrió el velo.
Era una horca.
Con cuerda, trampilla y todo. Nuevecita, cubierta con cera de abejas, para que pudiese resistir durante mucho tiempo a la intemperie. Aprovechando que allí había una multitud aglomerada, Ahab leyó una serie de leyes que protegían a los agricultores, incentivaban la cría de ganado, premiaban a quien trajera nuevos negocios a la región, añadiendo que desde ese momento en adelante todos deberían conseguir un trabajo honrado o marcharse de la ciudad. No mencionó ni una sola vez el “monumento” que acababa de inaugurar. Ahab era un hombre que no creía en las amenazas.
Al final del encuentro se formaron varios grupos. A la mayoría le parecía que Ahab había sido engañado por el santo, que ya no tenía la misma valentía de antaño, y que era preciso matarlo. Durante los días siguientes, se trazaron muchos planes con ese objetivo. Pero todos se veían obligados a contemplar esa horca en mitad de la plaza, y se preguntaban: ¿Para qué la puso allí? ¿Acaso la montaron para ejecutar a los que no obedezcan las nuevas leyes? ¿Quién está del lado de Ahab, y quién no lo está? ¿Hay espías infiltrados entre nosotros?
La horca miraba a los hombres, y los hombres miraban a la horca. Poco a poco, el coraje inicial de los rebeldes fue dando lugar al miedo. Todos conocían la fama de Ahab, sabían que era implacable en sus decisiones. Algunas personas abandonaron la ciudad, otras se decidieron a probar los trabajos sugeridos, simplemente porque no tenían adonde ir, o como consecuencia de la sombra de aquel instrumento de muerte en el centro de la plaza. Algún tiempo después, el lugar estaba en paz, se convirtió en un importante foco de comercio en la frontera, comenzó a exportar la mejor lana y a producir trigo de primera calidad.
La horca permaneció allí durante diez años. La madera resistía bien, pero periódicamente se cambiaba la cuerda por otra nueva. Nunca llegó a usarse. Nunca Ahab pronunció ni una sola palabra sobre ella. Bastó su imagen para convertir el valor en miedo, la confianza en sospecha, las bravuconadas en susurros de conformidad. Transcurridos los diez años, cuando la ley finalmente imperaba en Viscos, Ahab mandó destruirla y construir, en su lugar, una cruz.
Kazantzakis y Dios
Durante toda su vida, el autor griego Nikos Kazantzakis (Zorba el griego, La última tentación de Cristo) fue un hombre absolutamente coherente. Aunque abordó temas religiosos en muchos de sus libros –como una excelente biografía de San Francisco de Assis – siempre se consideró un ateo convencido. Pues es de este ateo convencido una de las más bellas definiciones de Dios que conozco:
“Miramos con perplejidad la parte más alta de la espiral de fuerza que gobierna el Universo. Y la llamamos Dios. Podríamos darle cualquier otro nombre: Abismo, Misterio, Oscuridad Absoluta, Luz Total, Materia, Espíritu, Suprema Esperanza, Suprema Desesperación, Silencio. Pero la llamamos Dios, porque sólo este nombre – por razones misteriosas – es capaz de sacudir con vigor nuestro corazón. Y no cabe duda de que esta sacudida es absolutamente indispensable para permitir el contacto con las emociones básicas del ser humano, que siempre están más allá de cualquier explicación o lógica”.
Ben Abuyah y el aprendizaje
El rabino Elisha ben Abuyah solía decir:
«Los que están abiertos a las lecciones de la vida, y no se dejan llevar por los prejuicios, son como una hoja en blanco, en la que Dios escribe sus palabras con la tinta divina.
»Los que no dejan de mirar el mundo desde el cinismo y los prejuicios, son como una hoja ya escrita, en la que no caben nuevas palabras.
»No te preocupes por lo que ya sabes, ni por lo que ignoras. No pienses en el pasado ni el futuro; permite simplemente que las manos divinas tracen, cada día, las sorpresas del presente».
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